“Vivir en el exilio que nadie
te ha impuesto.
Exiliado de un sitio que no
existe.”
(Umberto Eco)
Aterrizamos en la Caracas
cuatricentenaria de 1967, un día antes del terremoto que puso a bailar y luego
derrumbó media ciudad y dos días previos a mi cumpleaños. Raúl Leoni era el
presidente que sería sucedido por Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez y así,
sin mayores variaciones. Excepcionalmente, el vuelo arribó más temprano de lo
pautado y la avanzada familiar que fungiría de comisión de bienvenida no había
llegado aún a Maiquetía, confiando en los retrasos habituales de dos y hasta
tres horas que mermaban la tranquilidad del terminal aéreo.
Mis hermanas y yo nos quejábamos de la sed y mi madre no
tenía monedas locales para introducir en las viejas máquinas expendedoras de
refresco. Nuestras caritas enrojecidas por el calor y las lengüitas pasadas mil
veces alrededor de los labios, intentando equilibrar la temperatura interna del
cuerpo (tal y como hacen los perros que, a diferencia de nosotros, carecen de
glándulas sudoríparas), debieron despertar la misericordia de un trío de
estibadores que nos obsequiaron un par de pepsicolas bien frías, en botellas
que esos señores tan amables, uniformados con cómodas bragas color gris
plomizo, nos destaparon solícitamente, entre risas. Apenada, mi madre agradeció
profusamente la gentileza local y apresuró un sorbo del refresco que sostenía
Jania
Esa fue la primera muestra (vívida, burbujeante,
refrescante) del color y generosidad venezolanos. Gente y paisajes que ostentan
su sol, su sonrisa, su mar, su montaña, su capital, su desierto, su pico nevado,
su selva, sus ríos, sus tepuyes, su catarata caudalosísima y ensimismada, así,
porque sí, ¿por qué no, pues? (¡ah, pues, señor!), con naturalidad, sensualidad
y orgullo, con cadencia, con ese cantaíto tan sabroso que nos acariciaba los
oídos y nos iba quitando el miedo (de un nuevo comienzo, con una nueva familia,
en una nueva tierra, ante nuevas costumbres) de a poquito. Mi madre,
finalmente, contagiada por las carcajadas de mis hermanas, exhibió su majestuosa
sonrisa breve, esa discreta “u” dibujada en su rostro que, invariablemente, nos
sosegaba.
Mi familia llegó en tropel. Tíos y tías que avanzaban
ruidosos y apresurados. Nosotras tan calladas y ellos tan vehementes,
expresivos, afectuosos, exagerados. La tía Maruchi, acariciándonos la cabeza,
nos despeinaba. La tía Ana Mary nos besaba manchándonos de rouge la cara. El
tío Mariano nos asfixiaba con sus abrazos excesivos. El tío Santiago nos alzaba
en el aire y nos hacía girar como un carrusel. Mi madre lloraba.
En tres carros distintos subimos por la autopista hacia
Caracas. Mi madre y Jania, la menor, se habían ido solas con Maruchi,
intentando recuperar más de diez años de separación y largas conversaciones
epistolares. Mis otras dos hermanas se fueron con los tíos Mariano y Ana Mary.
Yo, que soy la mayor (y, de hecho, la única adulta de “mi” familia) escogí irme
con el tío Santiago. En el camino, respondiendo con monosílabos a sus
comentarios, iba llenando mis ojos con las miles de lucecitas titilantes que
nos rodeaban entre montañas. Se me antojó un enorme nacimiento navideño donde
no lograba vislumbrar, aún, a las consabidas figuras del niño, los reyes o los
animales.
Destino capitalino: la casa del tío Enrique en Colinas de
Bello Monte. Era una “quinta” (nueva palabra que, como tantas otras, deberíamos
incorporar a nuestro léxico) amplia, de tres pisos, donde nos habían asignado
una gran habitación con baño interno para las cinco. Allí nos quedaríamos hasta
que mamá encontrara trabajo y pudiéramos independizarnos, ser, una vez más,
nosotras mismas, con nuestros particulares mundos y subjetividades, tener
nuestro espacio, perímetro, refugio, cobijo, intimidad, poder actuar a nuestro
aire, movernos a nuestras anchas (lo sabíamos por experiencia, pues ya nos
había tocado superar una vivencia semejante y nos consta que por más cordiales
que resulten los anfitriones, la hospitalidad y la paciencia terminan
agotándose, de parte y parte. Y es que la animalidad que subyace en nosotros
los homínidos –el primigenio cerebro reptil, la posterior evolución neurológica
del primate superior– nos impulsa a establecer y marcar un territorio
específico, un medio ambiente próximo, propicio y propiciatorio, que no resulte
hostil a nuestras inclinaciones naturales. Darwin dixit. Y Freud –quien jamás
escribió la palabra felicidad–. Y Stirner. Y Lou Andreas Salomé. Y Mahler. Y
Skinner. Y hasta los genios teóricos de la National Geographic para quienes
eventualmente trabajo). Eviten, a toda costa, pedir favores –argumentaba papá
con su voz estruendosa– son una estafa y siempre se pagan desproporcionadamente
caros.
Esa noche cenamos comida china. Nada de pabellón criollo,
arepas, cachapas, asado negro, empanaditas con un toquecito de anís, pastel de
chucho, tajadas, bienmesabe ni ninguna de las delicias de la gastronomía
venezolana a la que nos fuimos aficionando y que suplantaron a los garbanzos
con paticas de cochino, a las cacerolas de legumbres y al cordero estofado. Tal
velada fueron lumpias y chop suey, arroz frito con camarones, dados de
vegetales al vapor, tallarines con carne de res y pollo con miel y ajonjolí en
plato caliente. Y muchísimas palabras, recuerdos, añoranzas... Qué se yo.
Anécdotas que ya yo había escuchado de boca de mi progenitora incontables
veces, pero que en ese momento, dramatizadas por mis recién estrenados tíos,
volvían a divertirme y maravillarme. Por ejemplo, la de mi abuelo materno,
Marcelino, empecinado en dar con el movimiento perpetuo (o continuo, siempre me
equivoco, para mí es lo mismo, pero resulta que no es igual), llegó a construir
una escultura robótica, todo un prototipo de vanguardia en los años cincuenta,
a quién bautizó “Federico” y lo instaló en su dormitorio, vigilándolo día y
noche hasta que, vencido por las cada vez más escasas horas de sueño, le
procuraba unos momentos de descanso, también, a esa suerte de frankenstein
fabricado con trozos de cañerías, pesos, contrapesos y hasta piezas de mecano
adosadas a una estructura de ingeniosos engranajes metálicos. El abuelo debe
continuar persiguiendo su sueño, allá dondequiera que se encuentre, si no es
que, a lo mejor, él mismo logró encarnar su anhelo cinético que, como la
energía, no se crea ni se destruye, sino que se transforma, autónoma,
milagrosa, singular, moviéndose, saltando, haciendo piruetas estilizadísimas
cual bailarina grácil que levita entre aplausos que asemejan acordes y acordes
que parecen ovaciones sobre el escenario impecable, pulido, brillante,
reflectivo, de la sala Ríos Reyna del teatro Teresa Carreño, sin prisa, sin
pausa, sin cansancio, sin reposo, sin objetivos, porque ¿para qué tanta
estrategia? O el cuento de la tía Maruchi, quien, la primera vez que se puso al
volante de un portentoso deportivo rojo que le prestaron para probarlo, lo
estacionó dentro de la fuente que refresca los pies de la estatua de las tres
gracias.
El terremoto nos sorprendió saltando sobre una de las dos
camas matrimoniales de nuestro cuarto asignado. Nosotras estábamos
familiarizadas con los ciclones y huracanes que turisteaban por las antillas,
pero esa fuerza telúrica no nos la esperábamos. Niñas que éramos, fantaseábamos
que la tal “quinta”, dispuesta sobre una
colina, estaba muy mal construida y nos acordábamos, carcajeándonos, del cuento
del lobo que soplaba muy fuerte intentando tumbar la casa de los cerditos. Pero
la verdad es que los sacudones resultaban inquietantes, exacerbados por la
magnífica visión panorámica que, sobre media ciudad, dominábamos desde el
amplio ventanal del dormitorio. Mareadas, a punto de vomitar la cena, dejamos
de brincar sin que los espasmos de la casa se detuvieran. Espantadas, corrimos escaleras
abajo hasta alcanzar el jardín externo y la acera donde los vecinos exhibían
sus epidermis apenas cubiertas por los pijamas.
Por supuesto, al día siguiente, no celebraron mi onceavo
cumpleaños. Y no es que en ese entonces me gustaran las celebraciones. Nunca
las he disfrutado y siguen sin agradarme (desde mi mayoría de edad, mi ideal de
un festín es una cena gourmet rociada exclusivamente de merlot en compañía de 2
a 3 personas, escuchar jazz o asistir a una función escénica, beber unos
cuantos tragos antes de acceder a la intimidad y, justo allí, una porción
generosa de cannabis sativa que borre todos los prejuicios). No, yo lo que
extrañaba eran los regalos de mis tíos y los refrescos y las golosinas y que
ese día, particularmente, me dejaran ser y hacer, sin miradas represivas o
regaños, ni tener que encargarme o compartir con mis hermanas. Mis primeros
once años fueron agasajados saboreando un quesillo apresurado, sandwichitos de
queso crema con mayonesa, ketchup y diablitos y la pepsicola que, sólo en
Venezuela y en Filipinas, liderizaba en ese entonces el mercado de los bebidas
gaseosas con sabor a cola negra.
La jornada fue dedicada a ver por televisión el lamento
de una ciudad devastada por las vibraciones de la placa terrestre. Un planeta que
muda su piel como las serpientes, demoliendo paredes, techos, columnas,
edificios enteros. Décadas después recordaríamos esa jornada, espantadas ante
la tragedia de Vargas. Esta vez fue el Avila que se sometió a una larga e
intensa ducha pluviométrica que no encontró el desagüe. O que lo encontró, pero
estaba obstruido. Y ahí viene el lobo, alerta la gente de defensa civil año
tras año. Y viene, el lobo, trastocado en lluvia, en diluvio, en torrente, en
quebrada erecta que eyacula lodo, fango, agua sucia y desprende árboles, rocas,
carros, animales, gente que se desvanece en la vorágine. Y lo peor, siempre, es
el mar de incertidumbre, con oleadas crueles de desesperanza. Pero no
aprendemos y perseveramos en construir sobre el barranco. Y es que somos así.
Arrechos. Impepinables. Temerarios. Total, ya la tierra lloró todo lo que debía
llorar. Agotó sus lágrimas, murmura el clamor popular, y vuelta a reconstruir
el rancho, en diagonal, sobre la propia pendiente, cerquitica de la autopista,
pa’ que no tengamos que trabajar tanto, ni jodernos tanto, ni caminar tanto, ni
cargar tanto, ni correr tanto. Ahí mismitico, pues, que el porvenir es lo que
viene y pa’ mañana es tarde. Con su peculiar sentido trágico de la vida, mi
madre, en ambas ocasiones, invocaba la guerra civil española, la revolución
cubana, la invasión extraterrestre, las señales del Apocalipsis, los
maremotos, los desastres profetizados
por Nostradamus, el hueco de la capa de ozono, las erupciones volcánicas. Muy a
propósito, años después exhibo “Llueven tus ojos”, paneo infinito por el
llanto cítrico que exprimen las catástrofes, obteniendo un reconocimiento de la
UNESCO.
Dos semanas más tarde, mamá comenzó a trabajar en la
suplidora de oxígeno medicinal del tío Santiago. Dos meses después nos mudábamos
a un pequeño apartamento del edificio Doria, en la avenida Universitaria de Los
Chaguaramos, esa bullente urbanización aderezada por las protestas ucevistas,
donde hoy apenas sobrevive un único chaguaramo, homónimo, en plena esquina de
la calle Codazzi.
Al mes llegó mi papá con un lote de mercancía gringa que
intentó colocar infructuosamente en los comercios locales.
–Este mercado no está preparado todavía para las
innovaciones, pero ya ustedes van a ver como lo vamos llevando hacia la
sofisticación de los hábitos de consumo. Esto los norteamericanos lo vienen
haciendo exitosamente hace ya cantidad de años.
Mi padre, trajeado con su
guayabera oscura manga larga impecable, no olvidó mi regalo de cumpleaños: una
cámara fotográfica.
1968. Mi progenitor sigue sin dar con el negocio que
cambie nuestra vida, (“parecemos, me cago en la mierda, carajo, unos puñeteros
judíos errantes”, decía) pero, eso sí, acertó un cuadro hípico con seis
caballos que nos permitió pagar, con creces, la cuota inicial de un apartamento
de tres habitaciones y dos baños en el edificio Llaeco, a contados treinta
metros de donde vivíamos alquilados. Mi madre constituía el único sueldo fijo
de la casa, mientras mi altivo progenitor se negaba a “limitar” su futuro como
“asalariado”.
El primer domingo de cada mes almorzábamos fuera.
Alternábamos tascas de La Candelaria con El Floridita de la Plaza Venezuela o
los restaurantes chinos de Las Mercedes y Santa Mónica. Una sola vez fuimos a
la Colonia Tovar, allá en Aragua, y mi padre anunció, solemne, que más nunca
tanta lejanía, cuando podíamos degustar salchichas y repollos aquí mismo, en el
“Fritz y Franz” de El Rosal. Las tardes dominicales se completaban con
funciones en el cine San Pedro, a una cuadra de mi casa, donde recuerdo especialmente
una película titulada “En un día claro se ve hasta siempre”, protagoniza por
Barbra Streisand. De allí en adelante me volví fan de ella y años después
enloquecí con su versión de “Nace una estrella”, haciendo pareja con ese tipo
recio que no envejece, cantante que actúa y actor que canta, Kris Kristoferson:
“steady, steady, have your tickets ready. Go to hell!”
Un día cometo una audacia memorable. Le escribo y le
envío, sin ninguna expectativa (rasgo definitorio de mi carácter) una carta a
Isa Dobles, conductora de “Su media naranja”, programa televisivo que
transmitía los miércoles en la noche Radio Caracas Televisión. Con la misiva
donde postulo a mis padres para el programa, adjunto una fotografía en blanco y
negro de ellos, tomada por mí, con la camarita que me regaló el viejo. Habría pasado un mes y ya yo me había
olvidado del asunto cuando, durante la acostumbrada cena familiar ante el
televisor, Isa Dobles muestra en close-up la foto de mis padres y dice que el
matrimonio Medina-Nestal es uno de los tres concursantes de la próxima semana,
gracias a la carta que su hija Juncal remitió al programa. Mi padre enmudece.
Mi madre ahoga un grito con su mano izquierda en la boca. Mis hermanas saltan
enloquecidas, señalándome y yo me carcajeo desatada.
Mi padre se roba el show y corrige en cámara las
acotaciones de Isa Dobles quien, en las pausas comerciales, flirtea
discretamente con Eladio Lárez, en ese entonces violinista aficionado y locutor
sonriente de la planta pionera de televisión en Venezuela. Los viejos regresan
a casa cargados de premios: una cena romántica en Franco’s; una peluca Cuchita
de cabello natural; una licuadora Osterizer; una vajilla de melamina para 6
personas y un radio-receptor de banda ancha (o de onda corta, no me acuerdo) donde mi padre se dedica a sintonizar
emisiones de medio mundo: la BBC, Radio Habana, Radio Nacional de España, La
Voz de las Américas, Ondas Hertzianas de
Machu Pichu, Difusora de Antofagasta...
Aquella imagen de mis padres sonrientes capturada por mí
(en medium close-up semipicado), popularizado por unos segundos en la tele, me
pone a pensar algo pero no sé qué. En todo caso, comienzo a fotografiar gente
(mayoritariamente mi familia) en rollitos de doce exposiciones cada uno, que
revelo y copio semanalmente en Foto Pérez. La excusa es tener retratos para
mandarle a los parientes de ultramar.
Mis hermanas se impacientan por mi tardanza en disparar
la cámara. Yo me subo sobre sillas. Me agazapo debajo de la mesa. Me asomo a la
ventana y espío desde el balcón. Mi padre respalda mis iniciativas. Mi madre
resiente el favoritismo. Cuestión de talento, me enorgullezco.
Llegan los setenta. Discuto con mi padre. No quiero
fiesta de quince años (le recuerdo cuando, a los nueve, me encerré con la torta
de cumpleaños en el baño y me negué a salir hasta que se fuera el último de los
invitados). Negocio una nueva cámara fotográfica en compensación por lo que nos
vamos a ahorrar en vestido, vals y demás ridiculeces. Mis hermanas me detestan.
Creo que mi mamá, en cierta callada forma, también. Obtengo una Olympus OM-10,
de cuerpo mitad negro y mitad metalizado, electrónica, con un lente Vivitar
28-80 mm, con prioridad de apertura de diafragma sobre velocidad de obturación.
El regalo viene acompañado de cinco rollos Kodak, a color, Asa 1000. Mis fotos
mejoran que jode. No uso el flash para nada (aplana las figuras e ilumina de
manera demasiado artificial). Apenas flasheo para rellenar contraluces muy
marcados. La cámara es una extensión de mí misma (prolongación de mi cuerpo,
diría Mc Luhan, mi admirado Marshall, que se muere allá en Toronto y yo me
quedo eternamente con las ganas de conocerlo personalmente y así poder sorber
por ósmosis, por contagio, académicamente, cómo sea, su sapiencia
massmediática). De esa época son mis mejores fotos familiares. Mi padre,
soberbio, leyendo la prensa en el balcón, con esa luz portentosa del mediodía.
Mi madre, en la sala-comedor, dando clases de inglés, de francés, de italiano,
de alemán (aupada por el independentismo proselitista de mi padre, “no
trabajes, nunca, para nadie, vida mía, y menos aún si es tu familia”, María de
los Angeles Nestal deja de laborar en la empresa de su hermano y se hace de una
cuantiosa legión de alumnos de todas las edades, cobrando tarifas excesivamente
ventajosas para sus fieles pupilos agradecidos). Mis hermanas enmarañadas por
sus estupendas cabelleras ocres, agrestes, furibundas. Foto grupal de tíos y
sus respectivas proles, durante la cena navideña, con mi primo Javier, en el
extremo derecho del cuadro, rascándose
las bolas de forma prosaica.
Transito bachillerato sin entusiasmo. Trabajo medio
tiempo en Foto Pérez, donde intercambio mi sueldo por rollos, revelados,
ampliaciones. Aprendo lo esencial sobre fotografía. Me aburren las
especificaciones técnicas. No pego una con el proceso de revelado. A mí lo que
me gusta es encuadrar y disparar mi cámara. Capturar la imagen. Detenerla.
Retenerla. Eternizarla. Abstraerla de su entorno mediante mi encuadre. Y no me
interesa el blanco y negro. Me cago directamente en la escala de grises. Lo mío
es el color que saca adelante o aplasta las imágenes. Unas contra otras. Unas
sobre otras. Una imagen dominando, sometiendo, seduciendo, sodomizando,
penetrando a la otra. La fotografía, sí, para mí, es un ejercicio de la
sexualidad. Uno de tantos. No es distorsión, ni usurpación, ni sustitución, ni
sublimación. Es sexo virtual. Es la envidia del pene cogiendo cuerpo en mí. El
lente es mi falo que me acerca al objetivo y me permite penetrar. O no. Pues a
veces no hay penetración, sino escarceo (por cierto, logré truequear mi lente
28-80 por un 80-210 masturbatorio).
Me gradúo en Humanidades y entró, de una, en la Escuela
de Idiomas Modernos de la UCV. Descubro el sexo, tardío, con un compañero de
clases que habla muy buen francés. Lo hacemos en su carro, en su cuarto, en el
autocine, en el motel La Toja, tras cenar árabe en el Cleopatra. Gastón es un
eurófilo rebuscado que usa preservativos de piel de cordero especiales para
circuncisos, bebe Pernaud y fuma cigarrillos de tabaco negro. Me divierte
horrores y me la paso bien, pero lo siento como a una amiga con la que me
acuesto.
Inesperadamente, un negocio de mi padre arroja saldos
positivos. Algo relacionado con divisas. Mi madre rehúsa mudarse a un
Pent-House en Los Palos Grandes, “epicentro del terremoto, ¿recuerdas? Además,
¿para qué queremos un apartamento más grande? Aquí no sentimos bien, ya estamos
acostumbrados, tenemos a nuestros amigos y vecinos y mis alumnos saben donde
ubicarme. Yo no me muevo, Julián, del Llaeco me sacan muerta y sólo así,
entérate. Guárdate esos reales, qué manía de gastarlo, en eso te pareces tanto
a mi padre, te pica el dinero en el bolsillo y sientes el impulso de
derrocharlo. Piensa en las niñas y la universidad, que no todas van a estudiar
en la Central, que es gratis y nos queda enfrente. Por una vez en tu vida
escúchame, Julián, guárdate esa plata, quédate quieto y disfruta tu tiempo
libre, duerme hasta tarde, lee tus libros y hasta te prometo que accedo a
almorzar fuera todos los domingos”.
Julián aceptó y siguió maquinando negocios con el dinero
a buen resguardo. Se compró nuevas guayaberas y continuó malcriando a sus
niñas. Especialmente a mí, su predilecta. Asesorado por Benito, el dueño de
Foto Pérez, me obsequió entonces una Pentax MZ-10, equipada con trípode de
aluminio Manfrotto y un lente Tanrom 28-300.
Persisto en la Escuela de Idiomas, peleando con el
francés y el alemán. Se me facilita mucho el italiano y el inglés. Desisto,
definitivamente, del portugués. Gastón corona su sueño y se va a Francia,
becado por su mamá. Estaba acostumbrada a él, pero no lo extraño. Me inscribo
en el Club de Fotografía de la Facultad. Me obstinan las peroratas técnicas o
esteticistas y dejo de ir. Yo siempre me voy así, para expresarlo cinematográficamente,
por corte directo, por blackout, nunca por fade out ni por disolvencia. Además,
a mí no me gusta hablar de lo que hago. Yo prefiero disparar mi cámara. Me
aburre teorizar sobre “la fotografía: ¿arte o técnica?”. Yo deliro admirando el
trabajo (o el disfrute, la gozada) de individualidades como Elliot Erwitt, la
guatemalteca Aniuska Bayek, el egipcio Zhad El-Daasid o, incluso, la carajita
nueva esa, Sukania Sim, que, cuando te retrata, devela tu desnudez más árida. A
mí, las experimentaciones colectivas no me dicen nada (salvo en el sexo). La
genitalidad y la fotografía son para ejercerse. El resto es vano, fuego fatuo.
¿Que te cuento? El venezolano Luis Brito, “el gusano”, no te habla pendejadas
de sus fotos ni te marea con disertaciones sobre la estética de nadie. El
clickea y ya está. Y hace unas vainas arrechísimas. Zapatos. Monjas.
Procesiones. Dementes. Y luego, tranquilo, se toma un palo de ron contigo,
medio kilo de chicharrón o una infusión de menta. Sin humos. Sin ínfulas. Como
si nada. Y se asoma al encuadre de tus fotos y te entusiasma y te dice sigue.
Echale bolas. Por ahí es la vaina.
Mando una serie sobre Caracas a la Bienal de Fotografía
Arquitectónica. Gana un catalán con su tríptico “Hemingway, cóctel made in
Havana”. Yo obtengo mención honorífica con mis “Balcones de Miércoles”,
contrapicados extremos de barandas hiriendo los cielos urbanos. Estas son mis
únicas fotos sin gente, las que menos me interesan y sin embargo...
Los ochenta me estrenan de universitaria. Licenciada en Idiomas
Modernos, mención Traducción Simultánea. Me quedo con el inglés e italiano. Me
sigo negando a que la familia festeje a mi costa, usándome de excusa temática.
Mi padre se burla complacido. Mi madre maldice, creo que en alemán neonazi.
Trabajo como intérprete, al menos un par de veces a la
semana. Ahorro para ampliar mi equipo, mientras continúo concursando. Es
desmoralizante y se gasta mucho. Además te obliga a considerar los criterios de
otros y comienzas a dudar de tus propios instintos. Quizás deba incrementar mi
labor como traductora y reafirmar la fotografía como lo que es para mí: mi
espacio de libertad, con todas las licencias poéticas que yo decida otorgarme.
Me estoy radicalizando y lo asumo. Yo sólo retrato a
personas que me gusten, me simpaticen, así, a primera vista (o, en el otro
extremo, todo lo contrario: gente que me impacte negativamente, me violente, me
haga sentir incómoda con su presencia). No fotografío a seres neutros,
invisibles, transparentes, que se me extravían dentro del encuadre ni a
aquellos que pretenden ser “vistos” a la fuerza, suplicando fama a lo largo de
quince fracciones de segundo.
Pero me sigue interesando el ser humano como sujeto
fotográfico. El hombre (la mujer) es la medida de todo. Lo que pasa es que yo
soy quien debo seleccionarlo, elegirlo, capturarlo. Bueno, mi cámara y yo,
juntas, hacemos la escogencia. Yo me asomo al visor como si fuera una ventana y
escudriño concienzudamente arriba y abajo, norte y sur, izquierda y derecha. Y
desecho lo que no me interesa (aunque siempre puedo re-encuadrar a posteriori,
en el proceso de copiado).
Mi trabajo actual como periodista gráfica me ha obligado
a abandonar toda una serie de premisas puristas que me aprisionaban como una
camisa de fuerza. Ahora debo estar mucho más alerta y avezada. Ya no
preconceptualizo, sino que apunto y disparo. Sin trípode ni flash, ni siquiera
para rellenar. De mi cuello cuelgan cuatro Pentax MZ-10 (homenaje póstumo a mi
padre), cargadas con carretes especiales de setenta y dos exposiciones a color,
Kodak Portra Asa 800. Tengo mi 28-300; un 500; un 1000 y un 18 mm de óptica
insuperable. Me he vuelto musculosa y el pulso, aún, no me tiembla. Mi piel se
ha ajado de tanta intemperie (a pesar de los humectantes y filtros solares con
enzimas Q-10). Irán, Irak, Estambul, Croacia, Malasia, el Mar Egeo,
Groenlandia, Australia, Alaska. Sellos de entrada y salida que enseñorean mi
pasaporte.
Mi pareja es mi asistente. Hace años decidí que prefiero
a las mujeres, sin renunciar, eventualmente, al placer de una erección real
adosada a un cuerpo de hombre que me permite ser amazona o caballo. De hecho,
mis desnudos más imponentes y hermosos son
masculinos (en el cuerpo del hombre todo es tan externo y obvio y descarnadamente
explícito): glúteos contraídos por la expectativa y, en el fondo, el anillo del
ano incipiente; glandes inflamados a punto de estallar; el tallo del pene
erecto con su vena latiendo. Una colección soberbia que mantengo inédita,
demasiado cruda para los fariseos que se excitan y tiemblan con escalofríos,
silenciosamente, ante mis fotos de cuerpos despedazados por la industria de la
guerra, mutilados por los campos minados, sobrexpuestos por mis “Autopsias
iconográficas” y mis “Close-ups forenses”, seres perversos,
enfermizos, necrofílicos, pero que no soportan la extrema belleza, la
omnipresencia y poder del cuerpo desnudo, masculino y femenino, amándose,
creando, recreándose, procreando. Ese coctel molotov de vida. Explotando.
Implotando. Explosionando de sangre y sexo, de sudor y saliva, de semen y
fluidos vaginales, anales, uretrales, prostáticos. Jugos y emanaciones
corporales. Fisiológicas. Orgánicas. Vitales. Esenciales. Imprescindibles.
Inexpugnables. Eternas. Divinas. Irreductibles. Infinitas. Insondables.
¿Quieren más exterminios, masacres, aniquilaciones, guerras? Pues, ¿qué tal un
proyectil de semen detenido en su trayectoria? ¿Un clítoris impaciente por
retorcerse ante la presión foránea? ¿Pezones en alerta atravesados por un
piercing de titanio? ¿Una vulva clamantis, erizada ante el inminente avance del
cañón que precede al tanque? ¿El vello púbico cual alambre de púas que se te
inserta en la piel y coagula tu sangre? Mis hembras son musas, diosas
impúdicas, la libertad conduciendo al pueblo. Mis varones son animales
mitológicos, demonios alados, sátiros, centauros...protagonizando una bacanal
inmisericorde de sexo libre, placentero y delirante.
Y es que ante la barbarie que me toca fotografiar todos
los días, en estas guerras ficticias que nos inventamos para fabricar y vender más
armas, distrayendo al ser humano de la belleza y el arte, yo contrapongo el
poder divino y creador del sexo. Ahí están mis “Ginecografías” y “Falocracias”
exhibidas en París, auspiciadas por la colección literaria española “La sonrisa
vertical”. La ONU convirtió en tarjetas navideñas mis desnudos étnicos. Pero lo
que vende es el horror. Y mi maldición parece ser lograr encuadres que nadie
más capta. Yo, simplemente, nunca cierro los ojos. Yo encuadro y disparo con el
obturador siempre colocado en la modalidad de foto-secuencia. Cuatro clics por
segundo. No, yo no soy arriesgada ni temeraria. Creo que, esencialmente, mi
repertorio de conducta no incluye el miedo, ni el insomnio, ni la vergüenza, ni
el asombro, ni los dolores menstruales ni el estreñimiento. Mi cuerpo es un
reloj suizo súper-solidario (una computadora, diría mi padre, una máquina
perfecta). Yo apenas digo que mi envoltorio anatómico es un ente autónomo que,
en permanente acto reflejo, responde con fidelidad a los cuidados y placeres
que una le prodiga. Yo no escatimo en alimentación, alcohol, horas de sueño ni
sexo. Mi padre se compraba guayaberas. Yo gasto en botas bostonianas
extra-anchas que reconforten a mis grandes pies sobre los que me sostengo y
desplazo.
Y encima tienen la desfachatez de llamarme salvaje,
desinhibida, impúdica y obscena. Después de hacer horas de cola para curiosear
en mi colección de “Mass Desastres” que exhibe el Metropolitan, tras
agotar las reimpresiones de mis libros, luego de enriquecer a los conglomerados
multinacionales que editan las revistas que contratan mi trabajo en exclusiva.
A mí, la venezolanita que fotografía siniestros y explosiones, la
latinoamericanita que husmea con el lente de su cámara en atentados y
enfrentamientos, la hispanita que retrata víctimas que, con la pérdida de sus
vidas, validan a sus verdugos; verdugos que, en relación a sus víctimas,
siempre están en desventaja numérica. Yo, la inmigrante, emigrante, ácrata
errante que migro, transeúnte desde que tengo uso de razón, con apartamento
propio en Madrid y pareja del mismo sexo (noreuropea bilingüe de cabello color
caramelo, ojos índigo, sonrisa nívea, pezones rosados, pubis luminoso –aurora
boreal– piel prístina, placidez irrenunciable, archipiélago de pecas donde naufragar).
Recibo el nuevo milenio
con mi madre y mi pareja en el viejo apartamento del Llaeco. Los Chaguaramos se
han depauperado tanto que me recuerdan a Bosnia. Me cruzo con Marymarta Moleiro
paseando puntualmente a su perro (otro nuevo, pues Bobby ya ha muerto). No
encuentro la librería Iruña de la señora Olga (quien nos guardaba los tres
periódicos todos los días). Tampoco está la sastrería Pascarelli (donde, en su
mezzanina, Guido, Gregor, Luisfer, Mario, Yadro, Mili, Eloy y Angélica
homenajeaban a Los Beatles, trastocando la autopista Valle-Coche en el puerto
de Liverpool). Desapareció la panadería Éxito, antro iniciático para nuestra
gula por el pan de jamón. Casi todos mis conocidos se han mudado sin dejar
rastro. La estatua de las tres gracias todavía sobrevive. Manchada de
contaminación. Sin agua en la fuente ni el carro de mi tía Maruchi salpicándole
los pies. Pero aún sobrevive. Encarando, desfachatadas todas tres, la
universidad. Mirando hacia el norte. Así como la fotografié hace más de veinte
años. Mis hermanas se casaron y todas tienen hijas. Puras niñas que preservan
la tradición del estrógeno materno. Intuyo la burlona carcajada de mi padre
convencido de que (exceptuándome a mí, la predilecta), su apellido estaba
condenado a trasponerse y secundar a algún otro. Ni tan digno. Ni tan
trisílabo. Ni tan sonoro. Ni nada.