“Animales con el mismo derecho al paisaje”.
(Sergio Pitol)
Apuesto a que esta es la única ciudad donde nadie camina trazando una línea recta, siguiendo el curso de una trayectoria determinada para desplazarse del punto A al B. Aquí se avanza en zig-zags dubitativos, incorporándose al flujo peatonal de manera errática. Y sin embargo los caminantes evitan las caídas y tropezones, sorteándose unos a otros en la circulación. Cuerpos multiformes que se abren paso en la procesión que se extrema al alcanzar la diagonalidad de una escalera mecánica o la verticalidad radical del ascensor. Suben, bajan, se compactan. Salen y entran de los vagones repletos del Metro, ocupando, cada uno, su lugar en el espacio. Prodigiosamente, nadie obstruye, apenas demora, el transitar de su contraparte, obviando su condición de automovilista, buhonero, ciclista, transeúnte. Otra singularidad que me sorprende es el hábito reporteril de enfatizar las preposiciones en sus perifoneos mediáticos: “estamos connnnnnn el vocero autorizado déeeeeee Fetracontrasinsobretras páaaaaaaara queeeeeee nos comente sóoooooobre la situación queeeeeee involucra áaaaaaa todos sus afiliados”.
Piso Caracas y se me agolpan alrededor todos los sonidos, todos los sabores, todas las imágenes, saturándome. Poliedro; teleférico; Montalbán; los tacos de pollo, queso y guacamoles del taquero de Santa Paula a quien perseguimos por la zona industrial de Los Ruices hasta que compró su local en el centro comercial Santa Sofía; autocines del Cafetal; la vuelta en redondo a Caracas por la Cota Mil, la autopista del este, avenida Bolívar, la Crema Paraíso de San Bernardino y de nuevo la Cota; con la banda sonora permanente de The Jade Warrior (el guerrero que jode, como le decíamos); Jethro Tull y sus songs from the wood; Ten Years After; Peter Frampton; Yes; el Génesis de Peter Gabriel; Camel. Arturo Camero sonaba tema tras tema de Tangerine Dreams en su música sin parámetros por Radiodifusora Venezuela, YVKC, a-eme siete noventa, la alternativa. También nos vacilábamos, en esta misma amplitud modulada, la nota erotizante de Marisela Bonilla, una de las pocas y auténticas discjocketas o la tan apropiada voz nasal de Gian Visconti anunciando a la banda nacional de la misma gente con su arrechera y su lluvia.
Pero debo ordenar el tropel de recuerdos que me asaltan.
Descarto mi infancia por lejana y desteñida. Me expulsan del colegio San Ignacio por reprobar matemáticas de cuarto año (la excusa académica) y mofarme de la iconografía fetichista-religiosa del beato Escrivá de Balaguer, en compañía de uno de los herederos del entonces boyante y hoy arruinado emporio industrial de los Mendoza. A mi compañero de clases no lo expulsan, sólo lo suspenden durante una semana y lo amonestan. Faltaría más importunar a la tercera generación familiar que estudia con los adláteres locales del santo vasco.
A pesar de mis “antecedentes” me aceptan en el antiguo hipódromo de El Paraíso, devenido en el liceo De Aplicación (donde hacen sus pasantías los futuros egresados del instituto Pedagógico). Allí asumo mis aires de semental atraído por ciertas yegüitas predispuestas al coito apresurado en los baños, bajo las gradas deportivas, al calor mohoso de la biblioteca.
Los fines de semana recorremos la cota mil consumiendo marihuana, con los vidrios abajo del viejo Valiant del papá de Ducho y varios inciensos prendidos para sabotear el bouquet característico que desprende el cannabis sativa. Escuchamos a Camero, alternándolo con el roído cassette TDK de 90 minutos que reproduce el concierto de Ten Years After.
Mientras la mayoría gregaria, bulliciosa y playera fuma Belmont extra suave, qué suave es, qué suave es, yo opto por Viceroy, clase aparte, anunciado por el telecandidatoclown Ottolina. Cuando mis compatriotas van a vivir un sabrosísimo día Pepsi, yo prefiero la cristalina Seven Up que me gusta y me cae bien.
Perdónenme el flash back, pero me siento obligado a acotar que los precursores de Difusora fueron radio Aeropuerto, donde están sucediendo las cosas, con su Kung fu de noticias en el que Pedro León Zapata dibujaba sus caricaturas sobre las ondas hertzianas, en adición a canciones decentes porque, en radio, la música marca el estilo. Radio Caracas tenía el blues trasnochado de Rogelio Lezama con su estertor de camionero. También sintonizábamos radio Trece, el sitio seguro, con Iván Loscher y Corina Castro, a dúo, desayunando su café con letras o a Corina, íntima, en su nocturno oasis metropolitano. No menos, al loco de Don Casale pegando gritos en las tardes. Era la época resplandeciente de Quincy Jones (antes de venderse y casarse con Natasha Kinski), Noel Pointer y Jean Luc Ponty. Música de sonoridades complejas y ambiciosísimas. En secreto, a través de radio Nacional, me dejaba acariciar el oído por la voz melodiosa y dicción impecable de Agustina Martín.
Los miembros de la caterva de amigos fundamos un movimiento poético mentado “Con el pie en la licuadora”, que produjo bizarras películas en super-8 y una gozadera cogeculística divina. Doris me prodiga sesiones de sexo oral que nadie ha logrado igualar. Rita me obsequia su virginidad y el Triglok, un novedoso juego de estrategia que pretende suplantar al ajedrez.
Una noche se nos metió en la cabeza la idea de asaltar la estación de gasolina de Chuao, que se la pasaba abierta de madrugada, con un solo bombero de guardia. La hazaña se redujo a irnos sin pagar el tanque full de 95 octanos. La utopía del viaje en conjunto a Europa seguiría rondándonos, sin concretarse.
No salgo en la UCV ni en la UCAB. No obtengo la Gran Mariscal. Egreso años después del instituto técnico superior universitario de seguros, con mi título en Ciencias Actuariales.
Jamás he ejercido. Sin saberlo, Rita, con su obsequio, predestinó mi vida. Y no me refiero a su terco himen. Burla, burlando, me volví un experto en el juego de Triglok. Campeón invicto estudiantil, municipal, estadal, nacional, suramericano, continental y hemisférico, título que aún ostento y del que claramente vivo.
Mi hobby es la radio. En una pequeña FM del país donde resido. Al contrario de los locutores de mi adolescencia, perifoneo en seco, sin música de fondo ni temor al silencio o a las pausas (a las que considero valores hertzianos). Acuño neologismos y uso onomatopeyas. Repito varias veces la misma canción y leo libros enteros, al aire, intercalando songs que no anuncio. A veces, simplemente mantengo una conversación ininterrumpida con algún invitado en persona o interlocutor telefónico. Lo que no cambia es la música: The Jade Warrior; Jethro Tull; Joe Cocker, Ten Years After; Peter Frampton; Yes; el Génesis de Peter Gabriel; Camel; Tangerine Dreams; Lou Reed y su Velvet Underground; Jim Morrison; Eumir Deodato; John Lord y la Sinfónica de Londres; Emerson, Lake & Palmer; Raví Shankar, John McLaughlin y la Mahavishnu Orchestra, Supertramp; Led Zeppelín; The Who; Weather Report; Groover Washington Junior. Annie Lennox (exTourists y exEurythmics) expulsando de su angosto cuerpo rubio esa portentosa voz de negra. Además del dúo nórdico Yello o la agrupación venezolana Sietecueros, ahora en remix digital, que reúne en un mismo track a Alberto Schlesinger, Yordano y Evio Di Marzo. Acompañado por los punteos de Clapton (“Same old blues”), leo un texto de Sam Shepard (no el basquetbolista, sino el esposo de Jessica Lange, guionista de los films de Wenders, actor, escritor y dramaturgo): “Conocí a un guitarrista que decía que la radio era su amiga. Se sentía emparentado no tanto con la música como con la voz de la radio. Su carácter sintético. Su voz, que no había que confundir con las voces que salían de ella. Su voz, la voz, voz de radio. Su capacidad para transmitir la ilusión de personas a grandes distancias. Nuestro guitarrista dormía con la radio. Soñaba con un etéreo país de la radio. Creía que jamás encontraría ese país, de modo que se contentaba con limitarse a escucharlo. Creía... que había sido expulsado del país de la radio y estaba condenado a vagar eternamente por las ondas, buscando una emisora mágica que le devolvería la herencia perdida” (Crónicas de motel, Editorial Anagrama, 1979). Todos los 29 de septiembre, día de su cumpleaños, repito mi homenaje a Víctor Valera Mora. Abro con su lapidario “no tengo acceso a la alegría” y de ahí me arranco a recitar “A los soberbios, embóscalos, tírales por mampuesto. Si nada tienes, llénate de coraje y pelea hasta el final. Agarra a la amargura por los cuernos y rómpele la nuca. Y si la muerte te señala, sigue cantando y en el primer bar que encuentres pide un trago y bébete la mirada de la novia y bébete su risa. Bébete la vida. No hay que dejar que el camello de la tristeza pase por el ojo de nuestros corazones”. Concluyo arriba, en el techo de la intensidad, así: “Amanecí de bala, amanecí bien, magníficamente bien, todo arisco (...) hermoso día, me enalteces, desenfrenada alegría, no tengo comercio con la muerte, no le temo, llevo en la sangre la vida, de cada día soy de este mundo.” (Antología poética, Fundarte, 1989)
El Avila es el mayor impacto visual que afronto. La recorro con la mirada desde lejos y me aproximo, con lujuria, para alcanzar su cima. En teleférico. Desde el carrito la ciudad se empequeñece, horizontalizándose de este a oeste, mientras que otras sinuosidades montañosas de menor cuantía la limitan al sur, conteniendo su voracidad urbana, su natural ímpetu.
Caracas es una mujer que me desa(r)ma. Vuelvo al museo de arte contemporáneo donde le corté un pedazo del brassiere a Charlote Moorman cuando interpretaba su violectra durante un concurrido happening de videoarte (recuerdo la cara alarmada de Carlos Rangel ante el trozo exagerado de la prenda íntima que escindí dejando un pezón descubierto de la artista anglo). Recorro las sedes adjuntas de la galería de arte nacional / museo de bellas artes, reposando en el jardín de las esculturas y asomándome, más tarde, a la terraza del último piso desde donde diviso el minarete de la mezquita vecina recortada contra ese Alá mineral y vegetal: la omnipresencia telúrica de la montaña.
Mi ciudad ahora es un disfrute sereno, voyeurístico, del examante que espía de soslayo a su examada, añorándola con extrañamiento, contemplación a destiempo que se compensa con la exaltación de la memoria, paladeando añejos placeres que se intensifican con la presencia ¿Cómo se llamaba y dónde se encuentra exactamente aquella placita, parque o área verde que, con su breve caída de agua, apagaba el tumulto de la avenida Urdaneta, haciéndola un apacible punto de encuentro?
Duele comprobar el deterioro de esta dama madura a quien la decadencia devenida en vulgar celulitis no le sienta. Porque no son las marcas señoriales del cuero curtido ni las líneas de expresión propias del rostro enriquecido por la experiencia. Son arrugas y ojeras. Es dejadez, indiferencia, amargura y desencanto.
Caracas tiró la toalla ante un urbanismo inconsciente, caótico y desmemoriado. Persisten, eso sí, pequeños prodigios que se extravían, escondiéndose, creo, de los depredadores habituales y de otros nuevos que surgen por (de)generación espontánea. Preservados en la caja fuerte de mi recuerdo, para que no me los expropien, ni siquiera me atrevo a nombrarlos.
¿Sobrevivirá aquel exquisito restaurant familiar donde consideraban el café una gentileza que jamás debe cobrarse? ¿O ese motelito discreto y confortable en el que nadie osaba apresurar a las parejas que ejercían explícitamente las artes amatorias a cabalidad y buen resguardo? ¿Acaso se desvanecieron las salas cinematográficas de arte y ensayo donde Fassbinder, Fellini, Saura, Truffaut, Buñuel, Antonioni, Pasolini, Bertolucci, Lelouch, Scola, la Wertmüller, los hermanos Taviani, Kadar, Russell, Altman, Bergman, Kurosawa y tantos otros nos asombraban con la inteligencia luminosa del celuloide que sintetizaba y celebraba a las seis restantes artes? ¿Y los festivales internacionales de teatro que acercaban a los espectadores caraqueños a lo más intenso de la vanguardia escénica italiana, francesa, londinense, alemana? ¿Con nuestra innegable naturaleza sísmica, ¿qué estrenarán los novísimos coreógrafos urbanos?
¿Cuándo fue que el mayor consumo per cápita de escocés en el mundo nos intoxicó provocándonos tal letargo?
Ansío reencontrarme con toda esa caraquéñesis de vitalidad desbordante y lo único que me salpica es la podredumbre nauseabunda del Guaire. “Somos peces del Guaire, somos peces del Guaire”, se burlan los skantantes de Desorden Público, mientras un taxi patas blancas sin aire acondicionado ni placas me acerca a mi refugio del hotel Tamanaco, suite senior 1602, con vista a la piscina, al moribundo paseo las mercedes, a la autopista eternamente embotellada, al Avila indomable que satiriza con desprecio a la espectral Caracas.
Ni siquiera intentaré contactar a mis amigos. Son espejos en los que no me atrevo a verme reflejado. Gordos, calvos, fatigados. Como la ciudad donde pastan, han tirado la toalla. Derrotados por el peso de sus propios sueños adormilados. Evasiones oníricas que ya no remiten al dulzor de la mandarina y la miel, en un balance evanescente, sino al after taste amargo del sucedáneo adulterado. Amistades que sobreviven a punta de alcohol y cafeína, nicotina y analgésicos, urgencia de eyaculación y viagra, prozac, antihistamínicos, relajantes musculares, ansiolíticos. Extremaunción cotidiana aliviada por el escándalo de los niños o los ladridos de bienvenida del perro que se siente olvidado.
(Sergio Pitol)
Apuesto a que esta es la única ciudad donde nadie camina trazando una línea recta, siguiendo el curso de una trayectoria determinada para desplazarse del punto A al B. Aquí se avanza en zig-zags dubitativos, incorporándose al flujo peatonal de manera errática. Y sin embargo los caminantes evitan las caídas y tropezones, sorteándose unos a otros en la circulación. Cuerpos multiformes que se abren paso en la procesión que se extrema al alcanzar la diagonalidad de una escalera mecánica o la verticalidad radical del ascensor. Suben, bajan, se compactan. Salen y entran de los vagones repletos del Metro, ocupando, cada uno, su lugar en el espacio. Prodigiosamente, nadie obstruye, apenas demora, el transitar de su contraparte, obviando su condición de automovilista, buhonero, ciclista, transeúnte. Otra singularidad que me sorprende es el hábito reporteril de enfatizar las preposiciones en sus perifoneos mediáticos: “estamos connnnnnn el vocero autorizado déeeeeee Fetracontrasinsobretras páaaaaaaara queeeeeee nos comente sóoooooobre la situación queeeeeee involucra áaaaaaa todos sus afiliados”.
Piso Caracas y se me agolpan alrededor todos los sonidos, todos los sabores, todas las imágenes, saturándome. Poliedro; teleférico; Montalbán; los tacos de pollo, queso y guacamoles del taquero de Santa Paula a quien perseguimos por la zona industrial de Los Ruices hasta que compró su local en el centro comercial Santa Sofía; autocines del Cafetal; la vuelta en redondo a Caracas por la Cota Mil, la autopista del este, avenida Bolívar, la Crema Paraíso de San Bernardino y de nuevo la Cota; con la banda sonora permanente de The Jade Warrior (el guerrero que jode, como le decíamos); Jethro Tull y sus songs from the wood; Ten Years After; Peter Frampton; Yes; el Génesis de Peter Gabriel; Camel. Arturo Camero sonaba tema tras tema de Tangerine Dreams en su música sin parámetros por Radiodifusora Venezuela, YVKC, a-eme siete noventa, la alternativa. También nos vacilábamos, en esta misma amplitud modulada, la nota erotizante de Marisela Bonilla, una de las pocas y auténticas discjocketas o la tan apropiada voz nasal de Gian Visconti anunciando a la banda nacional de la misma gente con su arrechera y su lluvia.
Pero debo ordenar el tropel de recuerdos que me asaltan.
Descarto mi infancia por lejana y desteñida. Me expulsan del colegio San Ignacio por reprobar matemáticas de cuarto año (la excusa académica) y mofarme de la iconografía fetichista-religiosa del beato Escrivá de Balaguer, en compañía de uno de los herederos del entonces boyante y hoy arruinado emporio industrial de los Mendoza. A mi compañero de clases no lo expulsan, sólo lo suspenden durante una semana y lo amonestan. Faltaría más importunar a la tercera generación familiar que estudia con los adláteres locales del santo vasco.
A pesar de mis “antecedentes” me aceptan en el antiguo hipódromo de El Paraíso, devenido en el liceo De Aplicación (donde hacen sus pasantías los futuros egresados del instituto Pedagógico). Allí asumo mis aires de semental atraído por ciertas yegüitas predispuestas al coito apresurado en los baños, bajo las gradas deportivas, al calor mohoso de la biblioteca.
Los fines de semana recorremos la cota mil consumiendo marihuana, con los vidrios abajo del viejo Valiant del papá de Ducho y varios inciensos prendidos para sabotear el bouquet característico que desprende el cannabis sativa. Escuchamos a Camero, alternándolo con el roído cassette TDK de 90 minutos que reproduce el concierto de Ten Years After.
Mientras la mayoría gregaria, bulliciosa y playera fuma Belmont extra suave, qué suave es, qué suave es, yo opto por Viceroy, clase aparte, anunciado por el telecandidatoclown Ottolina. Cuando mis compatriotas van a vivir un sabrosísimo día Pepsi, yo prefiero la cristalina Seven Up que me gusta y me cae bien.
Perdónenme el flash back, pero me siento obligado a acotar que los precursores de Difusora fueron radio Aeropuerto, donde están sucediendo las cosas, con su Kung fu de noticias en el que Pedro León Zapata dibujaba sus caricaturas sobre las ondas hertzianas, en adición a canciones decentes porque, en radio, la música marca el estilo. Radio Caracas tenía el blues trasnochado de Rogelio Lezama con su estertor de camionero. También sintonizábamos radio Trece, el sitio seguro, con Iván Loscher y Corina Castro, a dúo, desayunando su café con letras o a Corina, íntima, en su nocturno oasis metropolitano. No menos, al loco de Don Casale pegando gritos en las tardes. Era la época resplandeciente de Quincy Jones (antes de venderse y casarse con Natasha Kinski), Noel Pointer y Jean Luc Ponty. Música de sonoridades complejas y ambiciosísimas. En secreto, a través de radio Nacional, me dejaba acariciar el oído por la voz melodiosa y dicción impecable de Agustina Martín.
Los miembros de la caterva de amigos fundamos un movimiento poético mentado “Con el pie en la licuadora”, que produjo bizarras películas en super-8 y una gozadera cogeculística divina. Doris me prodiga sesiones de sexo oral que nadie ha logrado igualar. Rita me obsequia su virginidad y el Triglok, un novedoso juego de estrategia que pretende suplantar al ajedrez.
Una noche se nos metió en la cabeza la idea de asaltar la estación de gasolina de Chuao, que se la pasaba abierta de madrugada, con un solo bombero de guardia. La hazaña se redujo a irnos sin pagar el tanque full de 95 octanos. La utopía del viaje en conjunto a Europa seguiría rondándonos, sin concretarse.
No salgo en la UCV ni en la UCAB. No obtengo la Gran Mariscal. Egreso años después del instituto técnico superior universitario de seguros, con mi título en Ciencias Actuariales.
Jamás he ejercido. Sin saberlo, Rita, con su obsequio, predestinó mi vida. Y no me refiero a su terco himen. Burla, burlando, me volví un experto en el juego de Triglok. Campeón invicto estudiantil, municipal, estadal, nacional, suramericano, continental y hemisférico, título que aún ostento y del que claramente vivo.
Mi hobby es la radio. En una pequeña FM del país donde resido. Al contrario de los locutores de mi adolescencia, perifoneo en seco, sin música de fondo ni temor al silencio o a las pausas (a las que considero valores hertzianos). Acuño neologismos y uso onomatopeyas. Repito varias veces la misma canción y leo libros enteros, al aire, intercalando songs que no anuncio. A veces, simplemente mantengo una conversación ininterrumpida con algún invitado en persona o interlocutor telefónico. Lo que no cambia es la música: The Jade Warrior; Jethro Tull; Joe Cocker, Ten Years After; Peter Frampton; Yes; el Génesis de Peter Gabriel; Camel; Tangerine Dreams; Lou Reed y su Velvet Underground; Jim Morrison; Eumir Deodato; John Lord y la Sinfónica de Londres; Emerson, Lake & Palmer; Raví Shankar, John McLaughlin y la Mahavishnu Orchestra, Supertramp; Led Zeppelín; The Who; Weather Report; Groover Washington Junior. Annie Lennox (exTourists y exEurythmics) expulsando de su angosto cuerpo rubio esa portentosa voz de negra. Además del dúo nórdico Yello o la agrupación venezolana Sietecueros, ahora en remix digital, que reúne en un mismo track a Alberto Schlesinger, Yordano y Evio Di Marzo. Acompañado por los punteos de Clapton (“Same old blues”), leo un texto de Sam Shepard (no el basquetbolista, sino el esposo de Jessica Lange, guionista de los films de Wenders, actor, escritor y dramaturgo): “Conocí a un guitarrista que decía que la radio era su amiga. Se sentía emparentado no tanto con la música como con la voz de la radio. Su carácter sintético. Su voz, que no había que confundir con las voces que salían de ella. Su voz, la voz, voz de radio. Su capacidad para transmitir la ilusión de personas a grandes distancias. Nuestro guitarrista dormía con la radio. Soñaba con un etéreo país de la radio. Creía que jamás encontraría ese país, de modo que se contentaba con limitarse a escucharlo. Creía... que había sido expulsado del país de la radio y estaba condenado a vagar eternamente por las ondas, buscando una emisora mágica que le devolvería la herencia perdida” (Crónicas de motel, Editorial Anagrama, 1979). Todos los 29 de septiembre, día de su cumpleaños, repito mi homenaje a Víctor Valera Mora. Abro con su lapidario “no tengo acceso a la alegría” y de ahí me arranco a recitar “A los soberbios, embóscalos, tírales por mampuesto. Si nada tienes, llénate de coraje y pelea hasta el final. Agarra a la amargura por los cuernos y rómpele la nuca. Y si la muerte te señala, sigue cantando y en el primer bar que encuentres pide un trago y bébete la mirada de la novia y bébete su risa. Bébete la vida. No hay que dejar que el camello de la tristeza pase por el ojo de nuestros corazones”. Concluyo arriba, en el techo de la intensidad, así: “Amanecí de bala, amanecí bien, magníficamente bien, todo arisco (...) hermoso día, me enalteces, desenfrenada alegría, no tengo comercio con la muerte, no le temo, llevo en la sangre la vida, de cada día soy de este mundo.” (Antología poética, Fundarte, 1989)
El Avila es el mayor impacto visual que afronto. La recorro con la mirada desde lejos y me aproximo, con lujuria, para alcanzar su cima. En teleférico. Desde el carrito la ciudad se empequeñece, horizontalizándose de este a oeste, mientras que otras sinuosidades montañosas de menor cuantía la limitan al sur, conteniendo su voracidad urbana, su natural ímpetu.
Caracas es una mujer que me desa(r)ma. Vuelvo al museo de arte contemporáneo donde le corté un pedazo del brassiere a Charlote Moorman cuando interpretaba su violectra durante un concurrido happening de videoarte (recuerdo la cara alarmada de Carlos Rangel ante el trozo exagerado de la prenda íntima que escindí dejando un pezón descubierto de la artista anglo). Recorro las sedes adjuntas de la galería de arte nacional / museo de bellas artes, reposando en el jardín de las esculturas y asomándome, más tarde, a la terraza del último piso desde donde diviso el minarete de la mezquita vecina recortada contra ese Alá mineral y vegetal: la omnipresencia telúrica de la montaña.
Mi ciudad ahora es un disfrute sereno, voyeurístico, del examante que espía de soslayo a su examada, añorándola con extrañamiento, contemplación a destiempo que se compensa con la exaltación de la memoria, paladeando añejos placeres que se intensifican con la presencia ¿Cómo se llamaba y dónde se encuentra exactamente aquella placita, parque o área verde que, con su breve caída de agua, apagaba el tumulto de la avenida Urdaneta, haciéndola un apacible punto de encuentro?
Duele comprobar el deterioro de esta dama madura a quien la decadencia devenida en vulgar celulitis no le sienta. Porque no son las marcas señoriales del cuero curtido ni las líneas de expresión propias del rostro enriquecido por la experiencia. Son arrugas y ojeras. Es dejadez, indiferencia, amargura y desencanto.
Caracas tiró la toalla ante un urbanismo inconsciente, caótico y desmemoriado. Persisten, eso sí, pequeños prodigios que se extravían, escondiéndose, creo, de los depredadores habituales y de otros nuevos que surgen por (de)generación espontánea. Preservados en la caja fuerte de mi recuerdo, para que no me los expropien, ni siquiera me atrevo a nombrarlos.
¿Sobrevivirá aquel exquisito restaurant familiar donde consideraban el café una gentileza que jamás debe cobrarse? ¿O ese motelito discreto y confortable en el que nadie osaba apresurar a las parejas que ejercían explícitamente las artes amatorias a cabalidad y buen resguardo? ¿Acaso se desvanecieron las salas cinematográficas de arte y ensayo donde Fassbinder, Fellini, Saura, Truffaut, Buñuel, Antonioni, Pasolini, Bertolucci, Lelouch, Scola, la Wertmüller, los hermanos Taviani, Kadar, Russell, Altman, Bergman, Kurosawa y tantos otros nos asombraban con la inteligencia luminosa del celuloide que sintetizaba y celebraba a las seis restantes artes? ¿Y los festivales internacionales de teatro que acercaban a los espectadores caraqueños a lo más intenso de la vanguardia escénica italiana, francesa, londinense, alemana? ¿Con nuestra innegable naturaleza sísmica, ¿qué estrenarán los novísimos coreógrafos urbanos?
¿Cuándo fue que el mayor consumo per cápita de escocés en el mundo nos intoxicó provocándonos tal letargo?
Ansío reencontrarme con toda esa caraquéñesis de vitalidad desbordante y lo único que me salpica es la podredumbre nauseabunda del Guaire. “Somos peces del Guaire, somos peces del Guaire”, se burlan los skantantes de Desorden Público, mientras un taxi patas blancas sin aire acondicionado ni placas me acerca a mi refugio del hotel Tamanaco, suite senior 1602, con vista a la piscina, al moribundo paseo las mercedes, a la autopista eternamente embotellada, al Avila indomable que satiriza con desprecio a la espectral Caracas.
Ni siquiera intentaré contactar a mis amigos. Son espejos en los que no me atrevo a verme reflejado. Gordos, calvos, fatigados. Como la ciudad donde pastan, han tirado la toalla. Derrotados por el peso de sus propios sueños adormilados. Evasiones oníricas que ya no remiten al dulzor de la mandarina y la miel, en un balance evanescente, sino al after taste amargo del sucedáneo adulterado. Amistades que sobreviven a punta de alcohol y cafeína, nicotina y analgésicos, urgencia de eyaculación y viagra, prozac, antihistamínicos, relajantes musculares, ansiolíticos. Extremaunción cotidiana aliviada por el escándalo de los niños o los ladridos de bienvenida del perro que se siente olvidado.
Decido irme. Caracas es un recuerdo que no me dejo arrebatar. Sabores, sonidos, imágenes que se agolpan alrededor, saturándome. Deseo feroz. Leona fugaz. Aún te pertenezco. Yo, estatua de sal, me alejo sin mirar atrás.
3 comentarios:
Estoy estremecida... Conmovida...
¿Será que todos los que crecimos en Caracas sentimos lo mismo ahora? Un desasosiego, una tristeza, una rebeldía de la cual nos protegemos ocultándonos en la nostalgia (mi lugar favorito en el mundo en los lates 80´s de mi adolescencia, era el Café Rajatabla, con la cerveza más barata de la ciudad y la fauna más colorida).
Una hermosura de texto.
Karina: me pareció que nuestra depauperada Caracas merecía alguna muestra de cariño por mi parte, así que emprendí este texto. Y sí, el recuerdo es un recurso que nos resguarda de la sobredosis de realidad.
Gracias, entonces, por compartir mi "caraquéñesis", pues de ello se trata.
Excelente y no digo más nada para no etiquetar una vaina tan buena como esta que además me hizo tragar gruesa en varias partes con las que me identifique...por allí nos vemos
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