Me
figuro yo que haber co(nsu)mido, desde niño,
tantas raciones de calamares en su tinta ensuciando mullidos
colchones de arroz blanco es lo que
catapultó mi ¿vocación? de “negro literario”. Me inicié como corrector de
textos en una editorial, exterminando erratas, hasta que un buen día se me
encomendó “enmendarle la plana” a un añejo autor de la casa que había ya
extraviado la sindéresis y cuyos voluminosos mamotretos seguían vendiéndose a
(y exclusivamente a través de) la cadena nacional de librerías que constituía
el negocio + ínfimo del rancio emporio familiar.
Fallecido
el autor, al director de marketing se le ocurrió, tras naufragar en un brain
storrming de escocés en las rocas, que me inventara yo un par de autores –como si
se tratase de personajes literarios– y manufacturase, entonces, una obra
completa para cada uno.
Ya que
los tópicos de autoestima eran la tendencia + feroz en aquel momento, se me
ocurrió que un psiquiatra catalán y una psicoterapeuta sureña podrían
granjearse la afición de los lectores y, efectivamente, así fue. Ambos fueron
publicando media docena de títulos cada uno. Cuando me aburrí de ellos (y el
público también) hice que cada uno defenestrara las teorías del otro, mofándose
sangrientamente hasta del modo de escribir. Tales libros fueron los + vendidos
de toda la saga y los acólitos de cada quien se insultaban abiertamente en las
redes sociales (confieso que las imprecaciones + crueles eran las mías, bajo
todo un cerro de nicknames que me había inventado y que le suministraba al
community manager de la editorial).
Se sucedían los gerentes editoriales y
de mercadeo, pero yo era uno de los pocos que –dinosaurio spielbergiano– seguía
trabajando allí. Al menos, había logrado ascender del segundo sótano a un
minúsculo cubículo del tercer piso con un par de ventanas cuya frontera era la
escalera de incendios del edificio.
Mientras los libros que yo fabricaba se
vendieran tenía garantizado mi puesto de trabajo cuyo eufemismo mismo era “editor
de contenidos”. Nunca nadie se pasaba a saludarme (ni a incordiarme) por mi
cubículo y así escribía yo tranquilo.
En un momento dado, la “asociación estratégica”
con una denodada franquicia vaticana me llevó a tener que re-escribir, en “español
universal, neutro, del tercer milenio” (se me advirtió), la obra completa de
san Juan de la Cruz, Teresa de Ávila (conmemorando su quinto centenario, nada
menos), santo Tomás de Aquino (con su Suma Teológica que desborda las cinco mil
páginas), Agustín de Hipona (“dame la castidad, aunque no ahora”) y los manuales
de interrogatorio suscritos por el mismísimo To+ de Torquemada.
Resultaron ser miles de millones de
caracteres con espacios que me mantuvieron empleado a lo largo de una década.
Confieso yo que, cada vez que me aburría (¡vamos, muy a menudo!), me daba por
ponerme a “ficcionar” contenido y, la mar de las veces, a intercambiar los
escritos de un santo por otro. Total, ¿quién iba a emprender la tediosa tarea
de revisar aquella vaina?
Así fue como, en plan lotería, le asigné
96 párrafos de san Juan de la Cruz (muy empalagoso y plañidero para mi gusto)
al impresentable de Ignacio de Loyola. Los de Ignacio se los introduje de
contrabando a Tomás de Aquino y me parece recordar que sí que dejé intactos a
santa Teresa y a Torquemada que son muy serios y exhaustivos en sus escritos. Sí
que intercambié parafernalias de san Pablo con san Agustín y la única errata
que se me ha escapado es en aquel Santoral primigenio donde escribí que la
imperturbable santa Filomena se hallaba “cagada por la fe”.
Jubilado ya de la editorial, logré
vender a precio de saldo, a los libreros del puente de las Fuerzas Armadas, los
casi diez mil volúmenes (casi todos repetidos varias veces) que me habían ido obsequiando durante mis tropocientos
años de servicio. Desde luego, no he vuelto a abrir un libro nunca + en mi
vida. Ahora, Netflix entretiene mis insomnios con su ejército de guionistas
fustigados por los puñeteros niveles de audiencia y los gilipollas que “comentan”
en facebook.
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