Sobreviviente a la purga de la hoguera, su único retrato es una litografía conservada en la sede madrileña del Departamento de Acervo Documental de la Biblioteca Nacional de España. El icono preserva las facciones de un hombre que el fisonomista alemán Relith Pölzl interpreta, textualmente: “frente amplia cuya frontera de cejas perfectamente distanciadas e inexpresivas marca un contraste con el ceño fruncido en sendas profundas, respondiendo al carácter de intransigencia ensimismada; orejas pequeñas y simétricas, desproporcionadas con respecto al área cefálea, trazan líneas mandibulares de huesos firmes que se proyectan hacia el mentón rectangular, concitando elementos de aversión a heterodoxias; labios pequeños de comisuras desacostumbradas a la sonrisa se inclinan a la parquedad; tabique nasal prominente y rectilíneo concluye en un armonioso ensanchamiento, dada la estructura ósea del cráneo con pómulos incipientes, evidenciando tendencias al temperamento tormentoso; la adiposidad presente en la papada oculta un cuello previsiblemente grueso y de musculatura fuerte, signando acciones enérgicas”.
Su infancia son recuerdos castellanos de Valladolid donde Tomás se aficiona a la pirotecnia, alarmando a sus mayores. Ya su mirada alejaba a contendores más altos y avezados. Cazador impaciente, capturaba pequeños animales que viviseccionaba rudimentariamente y sepultaba. Sordo a los lamentos, eternizaba la agonía de pájaros y lagartijas con una dedicación que aburría al resto de niños, quienes optaron por continuar sus escapadas al arroyo o la conquista temeraria de arbustos cada vez más elevados.
Cuando su tío el Cardenal –autor de prosa erudita, especializado en derecho eclesiástico– lo recluyó en el seminario, Tomás se esmeraba en dispensar complicados tormentos rituales a ratas, comadrejas, perros y gatos. Práctica que insistió en cultivar aún como dominico, holgado en sus hábitos monacales y su calva ceremonial recién estrenada que acariciaba a modo de ademán adquirido en la reclusión de su celda.
Surcando la treintena, fue nombrado prior del convento de Santa Cruz. Ahora la fauna segoviana, especialmente la sobrepoblación de liebres, se diezmaba bajo el instrumental tortuoso que, ambidiestro, Tomás se había ingeniado. Atrás quedaron los rústicos punzones de madera y las hebras vegetales que sujetaban a sus víctimas en el descampado vallisoletano.
El actual prelado disponía en sus aposentos de cubículos concebidos para infligir dolor –trasponiendo umbrales que lo maravillaban– a insignificantes criaturas desalmadas. 1482 lo sorprende con la buena nueva de ser nombrado Inquisidor Sumario a cargo de revivir el Santo Oficio, tribunal episcopal fundado en el siglo XII por el Papa Lucio III, al que Gregorio IX le otorga jerarquía de órgano pontificio con jurisdicción irrestricta para “enderezar, escarmentar, depurar, penalizar, rescatar, conminar, enmendar” a los católicos extraviados de la doctrina de la fe y el propósito de devolverlos a la certeza del redil.
Seis años de cerviz inclinada ante los Reyes que desprecia le valen a Tomás de Torquemada el título vitalicio de Gran Inquisidor responsable del Supremo Consejo Soberano del Santo Oficio, merced a una bula papal que delega funciones ejecutivas en la corona española. Eficaz oficiante, el sobrino del jurisconsulto eclesiástico con quien frecuentemente se le confunde, muerto veinte años atrás, se apresura a consolidar una red de tribunales subalternos en la península ibérica, promulgando un inflexible Código de la Institución Inquisitorial que arremete contra las minorías infieles de “musulmanes, judíos y marranos” –o sefardíes conversos a los que él mismo pertenece– sin descuidar la vigilancia de conductas heréticas de cualquier cristiano practicante.
La abstención es una virtud teologal que adúlteros y sodomitas deben observar. Las 27 ordenanzas originales y sus posteriores compilaciones facultan a los inquisidores a emplear la tortura expedita para “salvar las almas desorientadas por la confusión de clamores impíos y, esencialmente, mantener incólume el dogma de la Iglesia”.
Fiel a su apellido, en un lustro, Tomás conduce a la hoguera un promedio de tres mil personas, sujetos experimentales de su ciencia adulterada. El instrumental y equipo que Torquemada no llegó a patentar apenas ha sido mejorado por el desarrollo de conceptos recientes como la antropometría, ergonomía y kinesiología, acelerados por el auge de las industrias automotrices, aeronáuticas y militares. Chinos, japoneses, británicos, norteamericanos, germanos, soviéticos, tercermundistas, palestinos e israelíes sofisticaron el diseño de métodos e implementos, adaptándolos a las especificidades de nuevas materias primas (aleaciones quirúrgicas, polímeros, sustancias farmacéuticas que el siglo XV no proveía).
La tecnología logró un refinamiento tangible, pero los conceptos iniciales equiparan a Da Vinci con el curioso dominico castizo. Iberoamérica no se libra de su influencia, inaugurando sucursales en los Obispados de Lima y Ciudad de México. A los 74 años, el investigador del sufrimiento cede su daga a una legión de monjes tutelares que lo relevarán hasta mediados del siglo XIX, momento en que los procesos inquisitoriales se proscriben urbi et orbi. Resguardada en el Vaticano, una voluminosa “Biblioteca de Libros Prohibidos” rige las lecturas vedadas desde entonces.
Extremando la cronología, el Papa Pío X, en 1908, instituye una alarmante “Congregación del Santo Oficio”. Hace sólo cuatro décadas, se le suaviza con el eufemismo “Congregación de la Doctrina de la Fe”, deviniendo en brazo laico ultrarradical orientado al proselitismo de forjadores de opinión e individuos que toman decisiones en sus vecindades, centros de estudio, empresas y asociaciones gremiales. Evangelización para cuerpos de élite con organigrama de círculos concéntricos: a cada “puntal” le reportan 9 correligionarios. Todo 16 de septiembre –fecha de su sepelio– generaciones sucesivas de torturadores atemorizados por reconocerse en los ojos del “paciente”, confrontan su inclinación natural a cambiar papeles con la víctima y someterse –voluntariamente– al desgarramiento gozoso de padecimientos semejantes. El 2020, a seis siglos de su natalicio, la célula fundamentalista de los “tomasianos del infinito suplicio” pronostica la resurrección de la carne y el juicio final para los herejes. Que según entiendo somos mayoría.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario