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(Gustave Courbet, "El estudio del pintor" -detalle- 1855) |
“El
arte es un violador que te envicia”
(Edgar Degas)
“No debería permitirse hablar de la
belleza”
(Amélie Nothomb)
–Tu coño es mi cruz– le
dijo Jesús a María Magdalena. Y ese fue su cáliz. Cálido. Rojo pálido de
pliegues sucesivos. Laberinto presidido, en su norte crucial, por ese facsímil
fálico, fabulador famélico, envi(o)dioso freudiano del falo, que es el
clítoris.
Una vágina (sic) es una página en blanco
para escribir
–debería haber escrito Henriquito Miller
en cualquiera de sus trópicos, pero no lo hizo ni siquiera bajo la frágil
inspiración de su febril musa Anaís Nin– o una pagína es una vagína etcétera,
etcétera, lo mismo da. Y el pene es pluma, empuñadura, máquina.
Ahora la informática viene a joder la frondosa dialéctica de la genitalidad (o
a actualizarla, enriquecerla, tecnologizarla, cabrón, me espeta por messenger
algún billg@tes omnímodo que me espía desde las
entrañas del monstruo cibermartiano donde tecleo, redacto, escribo y
salvaguardo cada putito byte que se me ocurre). ¿El teclado sería masculino o
femenino, el mouse andrógino, el disco duro uretral o uterino, el documento en
blanco asomado a la pantalla del monitor resultaría una eyaculación urgente de
luminosidad que encara nuestros rostros con abyección premeditada?
Para el pintor el lienzo es la zona
femenina donde himenear mediante el pincel. Aunque hay quien prefiera la
digitalización directa de sus dedos, cual lector braile de texturas
susceptibles sólo a la decodificación dactilar. Y debemos admitir uno que otro
glande goloso goteando óleo, rotulado bajo la especificidad de obscenidad
pictórica perteneciente al más íntimo y deleznable anecdotario de autor.
Adoro a Durero por su “Adán”
y ”Eva” tamaño natural enmarcados en cuadros diferentes, uno para cada
cual y no en promiscuo concubinato. Los dos ostentan una elegancia casual muy
adelantada a su época (la del pintor y la de sus figurados). Similares
características registra la obra homónima de Lucas Cranach, atesorada en
Florencia. Aunque la pareja del primero resulte menos aristocrática en sus
rasgos, el rostro de uno y otro varón sugiere tendencias hippies, de mayo
francés infrecuente en el paraíso. La voluptuosidad de Eva Durero es
desestimada por la desfachatez de la hembra cranachiana, quien no se esfuerza
en cubrir su zona pélvica. El Adán
dureniano exhibe una sombra de vello púbico. El segundo prohombre oculta su
virilidad tras una ostentosa hoja de cannabis sativa. En un mismo gran formato,
Tiziano elige el castigo en su despliegue temático, con una mujer
rubicunda que acepta el fruto vedado y un macho que intuye “La caída del
hombre”. Erecciones, que se dicen, perdidas. El pudor del artista se
expresa en la vegetación estratégica que se atraviesa frente a los genitales.
El intenso Delacroix puebla sus
trazos de mujeres. Dibuja cuerpos en tres modalidades: desnudos, sufrientes o
inertes. Padece una estética violenta. El erotismo en “Sardanápalo” te
atrapa y golpea acariciándote. Reincides en la contemplación ajustándola a tus
apetencias. Es un suplicio exquisito. Flagelación femenina. Mañas que Eugenio
se permitía.
En ejercicio de hipocondría irrepetible,
Pierre Bonnard alcanzó sus ochenta años –eternizándose desde la
mitad de un siglo al siguiente– al somatizar desnudos luminosos que, casi
nunca, se visten de claroscuro.
Monet –jardinero
apasionado– se obliga a demorarse en tu ombligo, deseoso de delirar ante el
nenúfar de tu entrepierna.
Al virtuosismo gélido de los desnudos
“de pie” y “tumbados” de Modigliani, opongo el arrebato hedonista de Corinth
que recorre a su mujer acostada en un lecho de espasmos.
El surrealista Delvaux revaloriza
mi fetichismo púbico con sus venus que transitan su desnudez impertérrita por
estaciones de tren, instituciones y vías públicas.
Pre-Boteriano y por ello divertido
resulta el “Desnudo con los brazos en alto” de Camille Bombois,
mientras que el nipón Foujita retrata el burdel parisino, carcajeándose de la
fauna prostibularia que obviamente frecuenta.
Dulce campo nudista el del fauvismo
asumido por Jean Puy, ávido por “sacudir la carne y el pensamiento a la vez”. De luces más áridas, jugando
a un sutil fuera de foco entre planos, su correligionario Marquet nos
conduce de los senos asimétricos al pubis encubierto. Porno y gráfico el “Desnudo
rubio” de Marcel Gromaire, explícito en la voluptuosidad y turgencia
de su modelo ojalá fidedigna.
Perversamente inquietante la “Manolita”
de genitalidad risueña que imprime Jules Pascin, autor de trazos
versátiles entre París, Viena y Berlín, quien –en definitivo brindis tanatorio–
decide suicidarse segundos antes de su vernisage.
Pálida belleza la de su “Bañista en
el bosque”, al danés Pissarro no se le metió en los ojos el paisaje
del trópico en el par de años que vivió en Caracas acompañando a su colega
Fritz Melbye. Exhuberancia insuficiente, Gauguin es otra historia.
Obsesionado por la intimidad suprema del
baño, Edgar Degas delira por la belleza en privado. Aborda el
momento de la desnudez y la extrema en contorsiones minimalistas. El roce
cálido de la toalla, el peine armonizando el cabello, la mujer complacida con
su cuerpo. Retrata la comodidad elevada a la máxima potencia estética. Voyeur
singular, Degas es el espejo de la sensualidad domiciliada. Bohemio,
coreografía pinceladas para instantanear a la bailarina en el escenario.
Los pubis rubios y pelirrojos de Klimt
son un yugo para mis ojos. Dentro de su cosmogonía bíblica, “Adán y Eva”
habitan actitudinalmente el edén y “Salomé” se extravía en el pecado de
la lujuria. Pezones rubicundos y culos soberbios animan el acuario de sus “Peces
de oro” que estrenan la vigésima centuria.
Desde “El taller del pintor”, Gustave
Courbet alcanza la más descarnada autenticidad del desnudo, dotando al
cuerpo de majestad cotidiana. Son seres, desataviados, respirando vitalidad. Su
“Pereza y lujuria” prologa “Las dos amigas” del putañero Lautrec.
Pero la cúspide no puede ser otra que “El origen del mundo”: dadivosa
entrepierna femenina alhajada de vello púbico en un primer plano radiante,
rabiosamente invitacional.
(Abro paréntesis para acotar apenas un
par de esculturas que me marcan: los breves once centímetros de altura de la “Venus
de Willendorf” emanan una sensualidad paleolítica que trasciende los
23.000 años que nos separan; la “Diosa-serpiente” de Creta, con
sus senos espléndidos al aire y sendas serpientes en ambas manos, invoca el
deseo en su carácter de muñequita de terracota tangible, acariciable,
totémico).
Me pregunto, sin ánimo machista, si no
existen mujeres pintoras, genuinas grandes pintoras, y me refiero a Goyas o
Velásquez femeninas. Porque no logro diferenciar si Frida Kahlo,
por ejemplo, fue una virtuosa churrigueresca o un personaje de sus pinturas,
autoinmolada en sus coloraturas indelebles. “Ambas” sería una respuesta
inadmisible.
El abstraccionismo geométrico de Piera
Dallanimo incrusta orificios que, en verdad, agujerean la tela (y las
paredes galerísticas) para que ignotas serpientes habiten “S” túnel provisorio
devenido en pieza de arte.
Las obras de Mharía Volcán
(pseudónimo propiciatorio) arrojan lava multicolor sobre el espectador que se
acerca en demasía a sus grandes formatos. Sus “Ca(n)dencias” sólo son expuestas
en verano, a altas temperaturas que preservan sus lienzos sudorosos.
Los pinceles de Drazhnav
Gôtzwelank están elaborados, por ella misma, con el vello de sus
amantes. Geografías humanas que delatan sus tropelías poliétnicas a ritmo de un
new age surcado de tensiones placenteras. Membranas que se suceden en sus
pinturas orgánicas, donde mezcla –alquimista lasciva– pigmentos con donaciones
seminales. Minúsculo desastre ecológico susceptible de ser apreciado a través
del microscopio. Asómense y vean multitud de espermatozoides varados en non
sanctos óleos. Extremaunción polícroma. Amoroso alarde estético. Práctica
abortiva masculina por ardor a las bellas artes.
Desahuciada por los exégetas del arte, Arna
Trajkovich colorea su cuerpo, pero por dentro. Sus performances mudos,
salvo por las exhalaciones sibilantes del aerógrafo que invade sus orificios,
se titulan siempre con el prefijo “in”. “Inside” en inglés. “Insidiosa” in
spanish, aunque también “indeleble”, “invicta”, “interna”, “invisible”. Ella es
el museo portátil que viaja por el mundo “intoxicándose” de politraumacromatismos,
en perfecto uso de su vana –no vaticana– infalibilidad onírica
plenipotenciaria.