Hoy Madrid se terminó de volver loca. A las siete de la
mañana, el sol brillaba en medio del cielo como si fuera mediodía. En mi casa,
todos nos asustamos pensando que nos habíamos quedado dormidos y nos vestimos
corriendo, sin desayunar, para intentar llegar a tiempo a nuestras
obligaciones. Pero lo del sol tan alto y brillante y caluroso era sólo el
principio...
Ni siquiera nos molestamos en esperar el ascensor que
subía y bajaba con la portera gritando adentro sin pararse en ningún lado. Así que
bajamos los dieciséis pisos a pie, corriendo escaleras abajo, en compañía de
los vecinos que nos saludaban apresurados. El auto encendió sin problemas y mi
papá ni siquiera calentó el motor, tal y como lo hace todos los días. Cuando
salimos a la calle la sorpresa fue mayúscula: nuestro edificio que desde
siempre ha estado en Chamartín, destacaba ahora en Villa de Vallecas. Mi papá
abría y cerraba los ojos, una y otra vez, sin atreverse a decir una sola
palabra. Mi mamá nos miraba riéndose como una loca y mi hermanito, un bebé de
dos años, empezó a tararear una de las cancioncitas infantiles que le enseñan
en su jardín de infancia.
Mi papá puso la radio donde, en las distintas emisoras,
se escuchaban noticieros en idiomas que desconocíamos. El móvil de mi mamá
comenzó a repicar y ese sonido tan familiar nos hizo volver a la realidad de
este lunes que comenzaba tan raro (con razón siempre he escuchado decir que el
lunes es el peor día de la semana).
-Sí, dígame. -respondió mi mamá.
-Matilda, hija, ¿qué es lo que está pasando? -preguntaba
mi abuela
-No sé, mamá, déjame averiguar y te vuelvo a llamar, pero
dime una cosa ¿tú y mi papá están bien? -mi mamá trataba de sonar calmada.
-Estamos bien, Mati, tu papá sigue durmiendo y roncando
como un tronco, pero yo estoy algo confundida, mija, fíjate que me asomé a la
ventana de la cocina mientras me preparaba mi cafecito y ya El Escorial no
estaba allí, donde siempre...
-Tranquilita, mami, tómate tu café, que yo te llamo.
-colgó mi mamá, haciéndole muecas a mi papá, para que la ayudara a encontrar
respuestas.
-Lo primero que tenemos que hacer es conseguir el
preescolar de Víctor. Llámalos por teléfono a ver dónde están ahora. -dijo mi
papá y arrancó buscando la entrada de la autovía.
-Buenos días, ¿preescolar? ¿qué tal?, soy Matilda Cuenca,
la mamá de Víctor, mire...¿podría decirme donde están ubicados ahora? Sí, sí,
gracias, conozco la dirección, ya vamos para allá. -mi mamá colgó y, sonriente,
como acostumbrándose a la situación, le dijo a mi papá- Mi amor, alégrate, el
“preesco” ahora está aquí cerquita, por los lados de Carabanchel.
El móvil volvió a sonar. Era mi abuela otra vez. A mi
mamá se le borró la sonrisa de la cara.
-Díme, mamá, ¿qué pasa?
-Ay, Matilda, mija, salí a comprarle el periódico a tu papá
y no encuentro el kiosco de prensa, ni la farmacia, ni la panadería. -se
lamentaba mi abuela.
-Escúchame mami, vuelve rápido a tu edificio, mira que
puede volver a cambiar de lugar. -le alertó mi madre.
-Está bien, Matilda, tú sabrás, pero ya yo no entiendo
nada, adiós.
Casi chocamos de frente con el jardín de infancia de
Víctor y allí lo dejamos. Ahora debíamos encontrar mi cole y una estación del
Metro donde se quedaba mi mamá para ir a su trabajo. Recorríamos Madrid en
silencio, nuestra ciudad de toda la vida, como si la estuviéramos conociendo o
redescubriendo, porque nada estaba en su lugar, y yo me sentía como un
Cristóbal Colón de la dimensión desconocida o un viajero del tiempo y el
espacio. Después de tantos meses y hasta años tan iguales los unos a los otros,
ésta era una forma diferente y confusa de comenzar la semana.
El Santiago Bernabeu ya no está aprisionado por las
calles Salgado y Concha Espina, ni siquiera por el Paseo La Castellana o la
calle Padre Damián. En este preciso instante, el estadio donde aclamamos al
Real Madrid se ubica al noreste de Fuencarral...
Después de despedirse exageradamente, mi madre se quedó
en una entrada del Metro que asomaba en el medio de un hipermercado. Yo cruzaba
los dedos para que tardáramos en encontrar mi cole dentro de mi ciudad empeñada
en sorprenderme, hoy muchísimo más que siempre.
Mi mamá se santiguó antes de abordar las escaleras
mecánicas que bajaban y bajaban directamente hasta la plataforma del
subterráneo. Las serpientes de vagones pasaban veloces, sin detenerse. Por los
altavoces anunciaban que hoy los trenes no recogerían ni dejarían pasajeros en
ninguna de las estaciones que empezaran con la letra "P". Mi mamá se
preguntó entonces dónde estaría en ese momento: ¿Plaza Castilla, Puerta del
Sur, Pitis, Pan Bendito, Prosperidad, Pacífico, Portazgo, Peña Grande?
Sonó ahora el móvil de mi papá. Era uno de sus compañeros
de trabajo anunciándole la nueva dirección de la oficina. Se habían organizado
comisiones y mi papá tenía la misión de tratar de encontrar y recoger a otros
tres colegas que no tenían auto, pero...¿dónde quedaba ahora Tetuán, la Plaza
de Castilla o la Gran Vía?
Yo, por mi parte, me ofrecí a recoger a los estudiantes
de mi colegio que pudiera identificar. Era impresionante ver a toda la gente de
la ciudad intercambiando información y ofreciéndose ayuda unos a otros para
intentar orientarse. De pronto vimos uno de los autobuses escolares de mi
colegio y le dije a mi papá que lo siguiéramos, pero después de media hora
dando vueltas, abandonamos la idea mareados.
Mi papá casi se ahoga de la impresión cuando se encuentra
con el Museo de El Prado en el sitio correspondiente al Centro de Arte Santa
Sofía y es que de mutuo acuerdo habían decidido cambiar de puesto, agobiados
por la rutina de ver el mismo paisaje que apenas se modificaba cuatro veces al
año, rejuvenecido por la primavera, acalorado durante el verano, disfrazado de
otoño y refrigerado en invierno.
A todas estas vuelve a sonar el móvil de papá y yo lo
contesto. Era mi mamá que había logrado llegar a casa de mi abuela. Quedamos en
encontrarnos todos allí para almorzar. Mi papá y yo debíamos recoger a Víctor
en el jardín de infancia y mi mamá nos daría las instrucciones para poder
llegar a tiempo al edificio de los abuelos, esos dos viejitos maravillosos a
quienes adoro y no me da pena decirlo.
Ni Montera, ni Preciados, ni Alcalá, ni la calle Mayor:
ninguna desemboca en la Puerta del Sol, ubicada quien sabe hasta cuándo frente
al Aeropuerto de Barajas, ofreciendo la bienvenida a los viajeros que se
atrevan a visitarnos.
La fuente de La Cibeles ya no se interpone entre
Recoletos y el Paseo del Prado. Ahora refresca el sur de Villaverde con su
chisporroteo de agua.
Atravesando un largo túnel que antes no existía, la calle
Génova nos lleva a la avenida Andalucía, perdiéndonos por vías de nombres
agradables que nos hacen sonreír: Conciliación, Generosidad, Afecto, Dulzura,
Tertulia, Felicidad, bordeando el río Manzanares, casi casi en la frontera
madrileña.
Las calles, incluso, cambian de nombre y ahora vivo, por
ejemplo, en la “Calzada Laberinto”, junto a la “Rotonda del Minotauro”.
Una vez que nos acostumbráramos a las nuevas direcciones,
tendríamos todo ubicado: nuestra casa, el colegio, el trabajo, los cines,
parques y centros comerciales. Aunque tampoco podríamos estar seguros de que
las cosas no siguieran moviéndose y cambiando.
-Ojalá que todos estos cambios sean para mejorar. A mí,
por lo menos, me gustan. -le digo a mi papá.
-A mí también me gustan. -sonríe mi papá y acelera
tocando tambor en el volante como un niño travieso.
Después de tanto rodar por aquí y por allá, Víctor se ha
quedado dormido entre mis brazos y yo lo acuesto con cuidado en la mitad de la
enorme cama antigua de mis abuelos. Le coloco grandes almohadones de lado y
lado para que no se caiga si empieza a girar sobre sí mismo, porque mi hermano
es súper intranquilo hasta cuando duerme.
-Madrid es un manicomio. -le grita mi mamá a mi abuelo
que está medio sordo.
-¿Quién comió maní? -pregunta mi abuelo, tolveando pal
salabras, digo: volteando las palabras.
-Manicomio, papá, manicomio. -insiste mi mamá, imitando a
los locos.